Recogí cada una de las astillas, y una se enterró con fuerza en mi mano, como si quisiera recordar el daño irreparable que le había causado. De alguna manera, los trozos de madera, no solo abrazaban mi mano, tratando de entender la destrucción que había depositado sobre ellos, sino que en la destrucción a la que me estaba forzando a vivir. En como me estaba destruyendo por un sin sentido.
Aquella tarde, el silencio se
apodero de todo. Luego de la furia desatada, la silla en pedazos sobre el piso.
Culpable de nada, la azoté contra el piso una y otra vez, hasta que sus
astillas se esparcieron sin sentido sobre la superficie. Iracundo, y
enfurecido, trataba de analizar fríamente lo que me había llevado a esa situación,
mientras que de fondo, y casi como un eco angelical, sonaban algunos acordes de
villancicos navideños. El ambiente estaba impregnado en su gran mayoría por la
felicidad y la paz, mientras yo, reposaba en el osario de mis sueños y
esperanzas. Abrazado nuevamente por la indiferencia.
La noche se vino, rápidamente. Mientras
el silencio gobernaba todo sin la mayor resistencia. De fondo, el murmullo de la celebración. La
situación incómoda, pero sin una disculpa, sin una intención de solucionar. La
renuncia a todo era la única forma de vencer ese obstáculo. Hundirse de nuevo
en las lagunas de la culpa. Solo enmudecida y secuestrada por el orgullo, permanecían
las palabras necesarias.
Y llegó la madrugada, y en un juego enfermo, envueltos
en la oscuridad, se prefirió extender la agonía hasta el amanecer. En medio de
la oscuridad todo se quebró con un beso tímido, empapado en lágrimas. Un beso
que no negaste. Pero que devoraste como si reforzara tu poder y tu dominio. Luego la pasión, que pretendía reescribir la
historia. Pero no fue suficiente. Volvi a dormir, volví a caer. Y seguí cayendo hasta que un día me desperté
en el fondo. Solo, y con la verdad azotándose en mi cara, como aquella silla
que rompí en pedazos alguna vez.
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